Una reflexión desde la Revista Conexiones sobre la violencia como lenguaje del dolor silenciado
En los últimos años, escenas impensadas han comenzado a ocupar titulares en Chile: profesores golpeados, mordidos, insultados, incluso agredidos por apoderados, todo en pleno contexto escolar. Estos hechos, que antes eran excepcionales, hoy se repiten con inquietante frecuencia. Lejos de tratarse de episodios aislados, reflejan una crisis más profunda: la violencia como un lenguaje que emerge cuando las emociones no encuentran palabras.
En marzo de 2025, una profesora del Liceo Bicentenario de Excelencia en Trehuaco, Región de Ñuble, fue brutalmente agredida con un palo de escobillón por un alumno de 14 años. La docente sufrió fracturas de cráneo y quedó internada con lesiones de alta gravedad. Pocas semanas después, en Ovalle, un niño de quinto básico atacó a cinco docentes en su primer día de clases. Una de las profesoras fue mordida y golpeada hasta quedar completamente en shock. Estos casos no solo reflejan un nivel alarmante de desregulación emocional en las infancias, sino también una desconexión profunda entre generaciones.
La violencia manifestada por niños y adolescentes hacia sus educadores puede interpretarse como una señal de alerta sobre un fenómeno que podríamos denominar el «adoctrinamiento silencioso y corrosivo de la violencia» como medio de expresión de sentimientos relacionados con la injusticia, el dolor, la pena y la frustración. Cuando estas emociones carecen de un canal verbal adecuado, se transforman en actos agresivos que buscan comunicar un malestar profundo.
Los adultos, muchas veces desconcertados y confundidos, tendemos a justificar o minimizar el uso de la violencia en nuestras propias vidas, perpetuando un ciclo donde las emociones reprimidas desembocan en explosiones de agresividad. Esta dinámica refleja una desconexión generacional: adultos que silencian lo que sienten hasta que ya no pueden más, y niños que también lo aguantan todo… hasta que explotan.
Vivimos en una era donde la violencia se ha vuelto espectáculo, entretenimiento, escape. Videojuegos que recompensan la destrucción, redes sociales que viralizan peleas, insultos y desafíos extremos. La exposición constante a estos contenidos es peligrosa no solo por lo que muestran, sino porque sustituyen vínculos reales.
Niñas, niños y adolescentes que no encuentran escucha o contención emocional en sus hogares o escuelas, se refugian en pantallas que los estimulan, pero no los entienden. Y en esa adicción —que muchas veces nace de la soledad profunda— no hay espacio para el diálogo ni para el cuidado. Cuando la pantalla ya no alcanza para anestesiar el malestar, la violencia se desplaza al cuerpo, al aula, al otro.
No podemos hablar de violencia infantil sin mirar la violencia adulta. Muchas veces, padres, madres, cuidadores y docentes caminan agotados, sin tiempo para sí, sin redes de apoyo, sobreviviendo el día a día con el corazón a medio funcionar.
Gritar se ha vuelto más rápido que escuchar. Castigar, más fácil que comprender. La violencia ha sido normalizada en la crianza, en el aula y en la vida cotidiana, como si fuera la única forma disponible de control, justicia o desahogo. Pero esta “normalidad” tiene un costo: genera generaciones enteras que aprenden a reprimir hasta que revientan, a resolver desde el enojo lo que nadie les enseñó a nombrar.
Es imperativo que, como sociedad, reconozcamos estas manifestaciones de violencia no solo como actos de indisciplina, sino como síntomas de un malestar profundo. No basta con castigar o expulsar: es esencial implementar programas que promuevan la inteligencia emocional, la resolución pacífica de conflictos y el diálogo desde edades tempranas.
También es urgente cuidar a quienes educan. El bienestar de docentes y equipos escolares no puede seguir siendo invisible. Necesitamos políticas que garanticen tiempos protegidos, acompañamiento emocional, espacios de formación y comunidades escolares que funcionen desde el respeto, no desde la supervivencia.
Solo a través de una comprensión empática y acciones concretas podremos romper este ciclo. Una escuela que enseña a convivir es una escuela que enseña a sanar. Y esa transformación empieza cuando dejamos de mirar la violencia como un problema aislado y la entendemos como el síntoma de una desconexión que podemos —y debemos— reparar.
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